EL DÍA EN QUE MURIÓ EL SILENCIO
Soy reina por un día y mendiga por la eternidad. Desde donde oigas mi discurso podrás juzgar; desde tu interpretación de MI historia, desde la presunción de la TUYA. Mezclando subjetividades haremos implícita la creencia utópica del consenso. Entonces concluirás, con satisfacción, la resolución a mi “contexto”. Velarás por tu certeza transigente según el discurso de turno y yo seguiré fisgoneando los trajes de mi teatro, el libreto de ocasión.
Y como mendiga pediré de tu limosna; oídos sordos de racionalidad, otitis crónica de modernidad. Como reina, me rendirás pleitesía, alardeando mis discursos bajo tus sinónimos de historia. Ambos vasallos de la letra, desangrados de frases, símbolos, códigos, puntos y comas…
Dios mío (diccionario mío, perdón), ¿quién está al servicio de quién? ¿Es acaso el receptor quien cayó en mi trampa por oír mis mentiras? Quizás soy yo quien tropezó con su tinta camuflada de escucha. Pero ¿que acaso habría algo común entre mi vasallo y yo, entre mi dador y esta mendiga si es que no hubiera palabras? Palabra que se escribe como palabra, labra cultivos de interpretación y en el mercado de la historia, inventamos una que carece de objetividad.
Lo más objetivo fue lo que desvaneció, lo que no tuvo interpretación, lo que quedó intacto y en el olvido. Lo que no fue mundo, lo que no supo que existió, lo que no esperaba ser y no era por ti, por mí, por nadie. Un actor sin guión, un guión sin texto, un texto sin palabra y una palabra que nunca se fundó.
Y gritó el silencio desesperado. La esquizofrenia de su ruido y ego golpeó la esencia de lo humano, quién quería gritar más fuerte al descubrir lo que era la expresión….
Y se hizo héroe el hombre.
Y los testigos narraron su hazaña.
Y el silencio quedó olvidado…
Y el hombre perdió lo que olvidó que le es preciado: observar sin estímulo predeterminado.